La ciudad de El Calafate le debe el nombre al arbusto típico de la región, con cuyas bayas color violáceo oscuro se fabrican dulces artesanales, tan populares como los de frambuesa o rosa mosqueta. Los bosques de ñires, lengas y coihues comienzan a tomar un tono característico, anunciando el otoño y dando a los árboles una gama multicolor, desde el rojo intenso pasando por los matices del dorado al anaranjado. Esta transformación se viene repitiendo año tras año, desde épocas inmemorables.
Los ciudadanos de la región cuentan a los visitantes que quien come el fruto del calafate volverá a la ciudad.
Esta tradición se origina en la historia de una anciana curandera llamada Koonex, parte de una tribu de tehuelches. En ese entonces, en aquel paisaje, los tehuelches eran los dueños originarios de la tierra, quienes al llegar el invierno comenzaban a emigrar a pie hacia el norte, donde el frío no era tan intenso y la caza no faltaba.
Un día con la tribu camino a su pueblo, esta anciana manifestó que no podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas y, como la marcha no se podía detener, decidió quedarse en ese lugar, sola, dejando que el resto de los miembros de la tribu siguiera su paso, comprendiendo la ley natural de cumplir con el destino. Intentó continuar caminando a paso lento, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. No le quedaba más que esperar sola la muerte.
Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida.
Un día, sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno. Para Koonex la soledad no era una buena compaña.
Un chingolito, tras la sorpresa, le respondió: “nos fuimos porque en otoño comienza a escasear el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos”.
La anciana los comprendió, y aún faltaba mucho para que llegase la primavera, así que sabía que debía pensar algo para que los pajaritos pudiesen quedarse y hacerle compañía. Koonex miró a su alrededor y lo único que vio fue un arbusto espinoso que ya ni flores tenía. Entonces le colocó cada día del invierno un granito de azúcar, y una gotita de jarabe oscuro y dulce que tenía bien guardado. Quería hacer de ese triste arbusto, una planta generosa que pudiese ofrecer frutos muy nutritivos.
Cuando llegó la primera, en lugar de Koonex, los pajaritos encontraron un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color azul morado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquel día algunas aves no emigraron más y, las que se habían marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del calafate. Desde entonces, se cuenta que quien se atreve a comer el dulce fruto del arbusto, irremediablemente, va a caer en el hechizo y se enamorará perdidamente de esta ciudad.
A continuación les compartimos un video ilustrado de CNTV Infantil donde adaptan esta leyenda tehuelche para contárselo a los más chiquitos, y por qué no, a los grandes también.
Y ahora ¿qué esperás para venir a El Calafate a probar este delicioso fruto? Y, si ya lo probaste, te esperamos nuevamente en esta mágica ciudad, te vas a enamorar.